Conflicto, consenso, crisis. Tres notas mínimas sobre las protestas
Las
protestas ofrecen lecciones a todos los que quieran leerlas.
por Rafael Hernández
La mayoría de las opiniones circulantes sobre
las protestas del 11 de julio en
Cuba, en particular las que rechazan el desorden y la violencia, así como las
que interpretan y proponen soluciones al conflicto, deben tener su cuota de
razón. Muchas reflejan preocupación y compromiso cívico ante problemas que van
más allá del interés personal. Vistas así, serían una señal de “pegamento
social”, de participación ciudadana y de consenso. Al mismo tiempo, son el
espejo de una conflictividad nada despreciable.
En este breve espacio, evitaré discutir
interpretaciones bien o mal intencionadas, experiencias vividas, leídas o
escuchadas, recomendaciones al gobierno, etc. Me propongo apenas dar un paso
atrás, para examinar en frío algunos problemas básicos, entre los muchos que
tenemos por delante.
¿Qué
significan las protestas?
Si le preguntáramos a Émile Durkheim, uno de los
fundadores de la Sociología, cuál es la naturaleza de estas protestas, podría
responder que se trata de un caso clásico de anomia. La anomia define una
situación donde se desintegran normas
y valores previamente
establecidos; una reacción típica de períodos de cambios
drásticos y rápidos en las estructuras
sociales, económicas o políticas de la sociedad. Los grupos
sociales que experimentan reacciones anómicas pueden sentirse desconectados,
como si no pertenecieran a su sociedad, y
como si esta no valorara su identidad.
La anomia puede provocar falta de propósito, desesperanza,
y alentar la desviación y
el delito. He subrayado intencionalmente
algunas palabras clave en esta definición clásica, que es el ABC de la
sociología.
En Cuba, hemos estado atravesando un
proceso de transición durante más de dos décadas, caracterizado por cambios
profundos en las estructuras sociales y en la vida económica de las personas,
pero también en las relaciones entre la sociedad civil y el poder político.
Entre otros cambios, digamos, está la propia idea del socialismo, que ahora
incorpora concepciones diferentes a las defendidas durante medio siglo, así
como políticas inéditas. Esta transición ha hecho visible una crisis de normas
y valores, ampliamente debatida en diversos espacios y medios públicos.
Asimismo, se ha apuntado el debilitamiento del sentido de pertenencia; y la
reproducción de la marginalidad y sus conductas típicas, dentro de barrios y
grupos sociales subalternos, pero también la proliferación del delito en otros
espacios sociales e institucionales, donde crece la corrupción. En cuanto a la
desesperanza, el arte y la literatura difundidos en la Isla son un buen espejo.
En otras palabras, lo que ocurre en Cuba
es una anomia que no nos debería coger de sorpresa, porque sus factores y
manifestaciones no han permanecido ocultos ni amordazados, como cualquiera
puede comprobar sin tener para eso que leer las redes sociales o los periódicos
antigobierno. Ha estado ahí, delante de todos, analizada y comentada durante
demasiado tiempo, para preguntarnos ahora de dónde salen las protestas, como si
fueran un trueno en un cielo despejado. Habría que preguntarse más bien por qué
no han ocurrido antes.
¿Cómo es que la oposición cubana, en la Isla y en
Miami, apertrechada con los manuales de guerra no convencional de moda, y la
misma CIA, no hayan logrado desencadenar algo así hasta ahora? ¿Y por qué
precisamente ahora? Durkheim recurriría a otro concepto que comparten las
Ciencias Sociales y la ingeniería civil: la fatiga. Después de año y medio
de COVID-19 y
de seis meses de colas para comprar productos básicos —como diría el Dr. Durán—
todos somos más vulnerables.
¿Qué le pasa al nuevo gobierno?
Antes he apuntado que
el consenso se ha hecho más heterogéneo y contradictorio en Cuba, que ha
incorporado el disentimiento, y que el gobierno cubano lo sabe. Antes de tomar
posesión como presidente, Raúl reconoció que el liderazgo del fundador de la
Revolución, Fidel, no se heredaba. Díaz-Canel, que ya estaba en el Buró
Político en tiempos de Fidel, también lo pudo saber; y en todo caso, lo ha
experimentado en carne propia desde que tomó posesión en 2018. De hecho, la
continuidad ha conllevado maneras diferentes a como lo hicieron antes los
históricos. Las circunstancias, que son el referente de la política, ya se los
había impuesto a ellos antes de que se retiraran.
Subrayo lo del nuevo gobierno,
porque si se postula que esta es “la misma Cuba de Fidel y Raúl” se pueden
construir metáforas literarias ocurrentes, pero difícilmente entender el
proceso político y social del país. Este gobierno ha procurado construir su
propio consenso desde el principio, en vez de descansar sobre lo que algunos
llaman “el capital político” de la Revolución. Sin embargo, la vara de medir
los cambios ya es otra.
En efecto, el nuevo gobierno ha propuesto reformas sin
precedentes desde 1960, empezando por una nueva Constitución,
que admite una economía mixta, con mercados y sector privado,
y que les otorga una autonomía inédita a los poderes locales. Su nuevo estilo,
aprendido dirigiendo provincias, enfatiza la interacción entre el nivel central
y local; y pone a ministros menores de 60 años a explicar problemas y responder
preguntas en la televisión. A diferencia de períodos precedentes, los
ciudadanos pueden identificarlos por sus nombres, juzgarlos, elogiarlos o
burlarse abiertamente de ellos.
No ha habido antes un momento como este
en términos de libertad para criticar al gobierno, en las redes sociales, pero
tampoco en los medios públicos, ni para acceder a información de fuentes muy
diversas, incluidas las de la oposición; tampoco una mayor libertad para entrar
y salir del país. El Artículo 56 de la Constitución aprobada en 2019 establece
el derecho de asociación y manifestación pública. De hecho, una ley de
manifestaciones estaba prevista en el calendario legislativo para octubre de
2020 —pospuesta, junto a otra docena de proyectos de ley a causa del
coronavirus. A pesar de todo, la vara de medir predominante dictamina que este
gobierno ha hecho muchísimo menos de lo que debería. Según esa vara, su vaso
estaría casi vacío.
Por si fuera poco, después de año y
medio concentrado en una formidable crisis de seguridad humana a nivel global
llamada pandemia, sin recursos ni alianzas protectoras como las de antaño, a
este gobierno le ha tocado lidiar con las mayores manifestaciones de
descontento ocurridas desde 1959. Bajando por las calles de San Antonio de los
Baños, el Presidente Díaz-Canel debe haber recordado, como todos los que
vivimos el verano de 1994, a Fidel seguido por un mar de gente, San Lázaro
abajo, para controlar aquel brote de anomia en el Malecón, sin armas ni fuerzas
especializadas en enfrentar disturbios. De cierta manera, él hizo exactamente lo
mismo que Fidel: personarse en el lugar de los hechos, y convocar a los
revolucionarios a tomar las calles y enfrentar la violencia, por la fuerza, en
caso de ser necesario.
Los mismos medios, sin embargo, pueden producir
resultados diferentes en otras circunstancias. Darse cuenta le tomó algunas
horas. Pero su primera consigna se cumplió al pie de la letra, no solo por la
policía, sino por las organizaciones convocadas, en primer lugar, el Partido.
En la acera de enfrente, la oposición, como el 27 de noviembre de 2020,
capitalizó el descontento, y arrimó la brasa a su sardina. La clásica escalada
de violencia que estudian los expertos en resolución de conflictos 1 no
se hizo esperar.
No podría imaginarse un escenario más complicado para
mantener la ruta trazada en el VIII Congreso del Partido,
hace apenas 90 días.
¿Qué
violencia y cómo?
En un país modelo para muchos en materia
de estabilidad, respeto ciudadano y orden interior, como Japón, no son raras
las protestas ante la brutalidad policial contra los extranjeros o el racismo.
Un grupo de protestantes “extranjeros” (o sea, coreanos) puede reunir a su
alrededor una nube de policías ataviados como personajes de la Guerra de las
galaxias, con cascos y armaduras de policarbonato, escudos blindados y tonfas.
Estamos habituados a ver imágenes de
manifestaciones violentas en otros países. Los que tiran piedras son parte del
pueblo, que se rebela contra la injusticia; los que le tiran chorros de agua a
presión desde vehículos antidisturbios, gases lacrimógenos, balas de goma, o de
verdad, son las fuerzas represivas. Estas imágenes globales no discriminan
entre países como Chile, Sudáfrica, Kirguistán o los EEUU, sin ahorrarse los
cientos de heridos y docenas de muertos que son su saldo.
Las fotos y videos que circulan en medios —como BBC
Mundo—
por encima de toda sospecha de colusión con el “régimen cubano”, revelan que ni
la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), que aquí en Cuba es la única
institución policial, ni las tropas especiales del Ministerio del Interior
(MININT) o las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), despliegan esos recursos.
Seguramente en el Instituto de Ciencias Policiales del MININT se aprende cómo
enfrentar escenarios de violencia. Pero ninguna clase o ejercicio equivale a
lidiar con 700 personas enardecidas marchando por la calle, bajo el sol del
verano —ni de hacerlo por la fuerza si es necesario— aunque sus instrucciones
indiquen evitar producirles lesiones o usar medios letales.
Este no es un detalle técnico ni
circunstancial. Entre las imágenes de las protestas que se hicieron virales en
las redes sociales, una docena de manifestantes pone ruedas arriba autos de la
policía, e incluso otros vehículos, les salta encima y los destroza. En
contraste con cualquier capital de América Latina, no se ven fuerzas que
impidan estas agresiones a la autoridad, y que los repriman en ese momento. Al
mismo tiempo, algunos policías y civiles, convocados a movilizarse en el teatro
del enfrentamiento incurrieron en excesos.
Entre los pocos datos disponibles para
medir la violencia física está el saqueo de tiendas, en Moneda Libremente
Convertible (MLC) y en pesos cubanos (CUP). No hubo ninguno en San Antonio de
los Baños; ni tampoco en La Habana hasta después de la comparecencia televisiva
del presidente Díaz-Canel (4:30pm). De los 28 asaltos registrados hasta esa
hora, el 68% (19) ocurrió en Matanzas, la provincia más afectada por la
pandemia; casi todos en Cárdenas (13), donde la combinación entre la caída del
turismo de Varadero más la cuarentena ha golpeado un nivel de vida
relativamente más alto que el de otros lugares de la provincia. En ese lapso,
solo hubo saqueos significativos (4) en Colón (Matanzas), y Güines (Mayabeque);
y otros dispersos en Holguín, Bayamo, Güira (1). Luego de la intervención del
Presidente, fueron asaltadas 13 tiendas, incluidas 4 en La Habana.
La polarización social que evidencia esta violencia es
inversamente proporcional a la unidad, o sea, a la construcción de consenso.
Además, repercute negativamente en la imagen del país, lo que opera a favor de
la piedra angular de la política de EEUU: el aislamiento. Evitar que la batalla ganada en la ONU se
pierda en las calles de Cárdenas o el Paseo del Prado es también un interés
nacional.
Después de haberlo probado todo con
Fidel y Raúl, y 25 años después del fin de la Guerra Fría, Barack Obama y su
gobierno consideraron que esa política era ineficaz, según su interés nacional.
Sin embargo, aunque Joseph Biden, vicepresidente de aquel gobierno, apoyó la
normalización, las cosas han cambiado para ellos. ¿Y si Díaz-Canel, sin la
sabiduría y experiencia de “los Castro”, no fuera capaz de lidiar, en este
momento de vulnerabilidad, con la crisis cubana? Podrían razonar que es mejor
no bajarle ahora mismo la candela al bloqueo, sino dejar que siga cocinando la
Isla a fuego lento. Como se diría en
cubano: ¿cuál es el apuro?
Las protestas ofrecen lecciones a todos los que
quieran leerlas. Podrían enseñar a algunos economistas que el éxito de las
reformas no depende solo de resolver técnicamente la planificación, el mercado,
la empresa estatal socialista o el sector privado, sino de abordar problemas
como la redistribución del ingreso, la estratificación del consumo, los
espacios económicamente “luminosos” u “oscuros” colindantes, las desigualdades
y retrancas territoriales y locales, el estado de las fuerzas productivas llamadas los
trabajadores. Han demostrado además a los políticos que el
problema de la unidad nacional es el del consenso, y que no se resuelve
únicamente con convocatorias y movilizaciones de revolucionarios, sino mediante
el diálogo sostenido con todos los ciudadanos. Han evidenciado a los aparatos
del Partido, una vez más, que la eficacia de un sistema de medios públicos no
es ideológica, sino política, y que se mide por su credibilidad y capacidad de
convencimiento (a los no convencidos, naturalmente). Han confirmado que las
fuerzas del orden pueden proveer primeros auxilios a los brotes de violencia,
pero a costa de otros daños, y que no son ellas las que deberían lidiar
con los problemas sociales y políticos donde se arraiga el disentimiento. Finalmente,
les ha demostrado a los políticos estadounidenses que sus alianzas con esta
oposición belicosa refuerza la línea dura de los dos lados, y daña el ejercicio
real de la libertad y los derechos humanos en
Cuba.
El denominador común de estas lecciones
es la sociedad cubana, con sus luces y sus sombras. Saber descifrar su
presente, sin hojas de ruta bipolares, decidirá lo que vendrá.
Nota:
1 “Violencia y
solución de conflictos”, en Revista Temas #
53, enero-marzo, 2008.
Conflict, consensus, crisis. Three minimum notes on the protests
The protests offer
lessons to all who want to read them.
Most of the opinions circulating about the 11 July protests in Cuba, particularly those rejecting disorder and violence, as well as those interpreting and proposing solutions to the conflict, must have their share of reason. Many reflect concern and civic engagement in the face of issues that go beyond self-interest. Seen in this way, they would be a sign of "social glue", of citizen participation and of consensus. At the same time, they are the mirror of a not inconsiderable conflict.
In this short space, I will avoid
discussing well-intentioned or ill-intentioned interpretations, lived
experiences, read or heard, recommendations to the government, etc. I intend to
take just one step back, to take a cold look at some basic problems, among the
many that lie ahead.
What do the
protests mean?
If we were to ask Émile Durkheim, one of the founders of Sociology, what the nature of these protests is, he might reply that this is a classic case of anomie. Anomie defines a situation where previously established norms and values disintegrate; a reaction typical of periods of drastic and rapid changes in the social, economic, or political structures of society. Social groups that experience anomic reactions may feel disconnected,as if they did not belong to their society, and as if it did not value their identity. Anomie can lead to purposelessness, hopelessness,and encourage deviance and crime. I have intentionally underlined some key words in this classical definition, which is the ABC of sociology.
In Cuba, we have been going through a
process of transition for more than two decades, characterized by profound
changes in social structures and in people's economic lives, but also in
relations between civil society and political power. Among other changes, let's
say, is the very idea of socialism, which now incorporates conceptions
different from those defended for half a century, as well as unprecedented
policies. This transition has made visible a crisis of norms and values, widely
debated in various spaces and public media. It has also been pointed out that
the sense of belonging is weakened; and the reproduction of marginality and its
typical behaviors, within neighborhoods and subaltern social groups, but also
the proliferation of crime in other social and institutional spaces, where
corruption grows. As for hopelessness, the art and literature disseminated on
the island are a good mirror.
In other words, what is happening in Cuba
is an anomie that should not take us by surprise, because its factors and
manifestations have not remained hidden or gagged, as anyone can see without
having to read social networks or anti-government newspapers. It has been
there, in front of everyone, analysed and commented on for too long, to ask us
now where the protests come from, as if they were thunder in a clear sky.
Rather, we should ask ourselves why they have not happened before.
How is it that the Cuban opposition, on the island and in
Miami, equipped with the fashionable unconventional war manuals, and the CIA
itself, have not managed to unleash something like this until now? And why
right now? Durkheim would turn to another concept shared by the Social Sciences
and civil engineering: fatigue. After a year and a half of COVID-19 and six months of queues to buy basic goods —
as Dr. Duran would say — we are all more vulnerable.
I pointed out earlier that the consensus has become more heterogeneous and contradictory in Cuba, that it has incorporated dissent, and that the Cuban Government knows this. Before taking office as president, Raul acknowledged that the leadership of the revolution's founder, Fidel, was not inherited. Díaz-Canel, who was already in the Politburo under Fidel, also knew this; and if anything, he has experienced it firsthand since taking office in 2018. In fact, continuity has come in different ways than historical ones did before. The circumstances, which are the benchmark of politics, had already been imposed on them before they retired.
I emphasize the new government, because if it is postulated that this is "the same Cuba of Fidel and Raul," one can construct literary metaphors that occur, but it is difficult to understand the country's political and social process. This government has sought to build its own consensus from the beginning, rather than resting on what some call "the political capital" of the Revolution. However, the yardstick for measuring change is already different.
Indeed, the new government has proposed reforms
unprecedented since 1960, starting with a new Constitution,which allows
for a mixed economy, with markets and the private sector,and which
grants unprecedented autonomy to local authorities. His new style, learned
by leading provinces, emphasizes the interaction between the central and local
levels; and puts ministers under the age of 60 to explain problems and answer
questions on television. Unlike previous periods, citizens can identify them by
name, judge them, praise them or openly mock them.
There has not been a moment like this before in terms of freedom to criticize the government, on social media, but also in the public media, or to access information from a variety of sources, including those of the opposition; nor greater freedom to enter and leave the country. Article 56 of the Constitution adopted in 2019 establishes the right of association and public demonstration. In fact, a demonstration law was scheduled in the legislative calendar for October 2020 — postponed, along with a dozen other bills because of the coronavirus. In spite of everything, the prevailing yardstick dictates that this government has done far less than it should. According to that rod, his glass would be almost empty.
As if that were not enough, after a year
and a half focused on a formidable crisis of human security at a global level
called the pandemic, without resources or protective alliances like those of
yesteryear, this government has had to deal with the greatest manifestations of
discontent since 1959. Going down the streets of San Antonio de los Baños,
President Díaz-Canel must have remembered, like all of us who lived through the
summer of 1994, Fidel followed by a sea of people, San Lázaro below, to control
that outbreak of anomie on the Malecón, without weapons or forces specialized
in facing riots. In a way, he did exactly the same thing as Fidel: to appear at
the scene, and to summon the revolutionaries to take to the streets and face
violence, by force, if necessary.
The same means, however, may produce different results in
other circumstances. Realizing it took him a few hours. But its first slogan
was fulfilled to the letter, not only by the police, but by the organizations
convened, first of all, the Party. On the sidewalk opposite, the opposition, as
on November 27, 2020, capitalized on the discontent, and put the ember on their
sardine. The classic escalation of violence studied by experts in conflict
resolution 1 was not long in coming.
What violence and
how?
In a country model for many in terms of
stability, citizen respect and internal order, such as Japan, protests against
police brutality against foreigners or racism are not uncommon. A group of
"foreign" (i.e., Korean) Protestants can gather around them a cloud
of policemen dressed as Star Wars characters, with helmets and polycarbonate
armor, armored shields, and tonfas.
We are used to seeing images of violent
demonstrations in other countries. Those who throw stones are part of the
people, who rebel against injustice; those who throw jets of water under
pressure from riot control vehicles, tear gas, rubber bullets, or real, are the
repressive forces. These global images do not discriminate between countries
such as Chile, South Africa, Kyrgyzstan or the US, without sparing the hundreds
of wounded and dozens of deaths that are their toll.
The photos and videos circulating in media — such as BBC Mundo—
over and above all suspicion of collusion with the "Cuban
regime," reveal that neither the National Revolutionary Police (PNR),
which here in Cuba is the only police institution, nor the special troops of
the Ministry of the Interior (MININT) or the Revolutionary Armed Forces (FAR),
deploy these resources. Surely in the Institute of Police Sciences of the
MININT you learn how to face scenarios of violence. But no class or exercise is
equivalent to dealing with 700 angry people marching down the street in the
summer sun — or doing it by force if necessary — even if their instructions
state avoiding injury or using lethal means.
This is not a technical or circumstantial detail. Among the images of the protests that went viral on social media, a dozen protesters put wheels on police cars, and even other vehicles, jump on them and smash them. In contrast to any capital in Latin America, there are no forces to prevent these attacks on authority, and to repress them at that time. At the same time, some police and civilians, summoned to mobilize in the theater of the confrontation, committed excesses.
Among the few data available to measure
physical violence is the looting of stores, in Freely Convertible Currency
(MLC) and in Cuban pesos (CUP). There were none in San Antonio de los Baños;
nor in Havana until after president Díaz-Canel's television appearance
(4:30pm). Of the 28 assaults recorded up to that time, 68% (19) occurred in
Matanzas, the province most affected by the pandemic; almost all in Cardenas
(13), where the combination of the fall in tourism in Varadero plus quarantine
has hit a relatively higher standard of living than elsewhere in the province.
In that period, there was only significant looting (4) in Colón (Matanzas), and
Güines (Mayabeque); and others scattered in Holguín, Bayamo, Güira (1). After
the president's intervention, 13 stores were raided, including 4 in Havana.
The social polarization evidenced by this violence is inversely proportional to unity, that is, to consensus-building. Moreover, it has a negative impact on the country's image, which works in favor of the cornerstone of U.S. policy: isolation. Preventing the battle won at the UN from being lost in the streets of Cardenas or Paseo del Prado is also a national interest.
Having tried everything with Fidel and
Raul, and 25 years after the end of the Cold War, Barack Obama and his
administration considered that policy ineffective, in their national interest.
However, although Joseph Biden, vice president of that administration,
supported normalization, things have changed for them. What if Díaz-Canel,
without the wisdom and experience of "the Castros," were not able to
deal, in this moment of vulnerability, with the Cuban crisis? They could reason
that it is better not to lower the candle to the blockade right now, but to let
it continue to cook the island over low heat. As one would say in Cuban: what
is the rush?
The protests offer lessons to all who want to read them.
They could teach some economists that the success of reforms does not depend
only on technically solving planning, the market, socialist state enterprise or
the private sector, but on addressing problems such as income redistribution,
consumption stratification, the economically "bright" or
"dark" adjoining spaces, territorial and local inequalities and
setbacks, the state of productive forces called the workers.
They have also shown politicians that the problem of national unity is that of consensus, and that it cannot be solved only through calls and mobilizations of revolutionaries, but through sustained dialogue with all citizens. They have shown the Party apparatuses, once again, that the effectiveness of a public media system is not ideological, but political, and that it is measured by its credibility and ability to convince (the un convinced, of course). They have confirmed that law enforcement can provide first aid to outbreaks of violence, but at the cost of other harm, and that it is not they who should be dealing with the social and political problems where dissent takes root. Finally, it has shown US politicians that their alliances with this bellicose opposition reinforce the hard line on both sides, and damage the real exercise of freedom and human rights in Cuba.
The common denominator of these lessons is Cuban society, with its ups and downs. Knowing how to decipher your present, without bipolar roadmaps, will decide what is to come.
note:
1
"Violence and conflict resolution", in Temas Magazine #
53, January-March, 2008.
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